Pasear sin rumbo te emplaza en ocasiones en lugares a los que no te habías planteado ir. Si no encuentras obstáculos en el camino y ocupas tu mente de otros pensamientos es difícil plantear un rumbo definido.

En las últimas semanas, leyendo en los titulares de los diarios el recurrente problema de la plena ocupación de la vía pública por las terrazas de bares y restaurantes no hallo distinción alguna con la posición que ocupa el peatón cuando muta en conductor de un vehículo motorizado: todos nos preguntamos por qué no se detiene ese vehículo al vernos a punto de cruzar un paso de cebra pero pocas veces nos hacemos esa misma pregunta cuando los que conducimos somos nosotros y el que espera cruzar es otro viandante. Cuando nos sentamos en una terraza no nos detenemos a preguntarnos si esa terraza ocupa más o menos acera o si resulta molesta para el vecindario, algo que cambia radicalmente si observamos esa misma terraza como inquilinos del edificio o vecinos del barrio.

En una historia en la que no existen ni mejores ni peores, la problemática de la ocupación del espacio público es algo que se dilata en el tiempo hasta orígenes difícilmente reconocibles. Muchas voces denuncian la sobrecarga funcional de la calle Larios durante todo el año, desde Navidad hasta Adviento: la principal vía de la ciudad no disfruta más de una quincena vacía, sin objetos ni mobiliario que la ocupen. A exposiciones temporales se suman alumbrados festivos, montajes escenográficos, alfombras, mobiliario temporal o estatuas humanas que día sí y día también colmatan por completo el vacío de la calle.

Cierto es que la recuperación de los muelles 1 y 2 del puerto de málaga ha venido no tanto a descongestionar estas vías como sí a polarizar los flujos existentes hasta ahora desplazando el centro de gravedad de la plaza de la Constitución (otro de los polos importantes) hacia otros escenarios que aún se antojan difícilmente definibles. Escenarios que por otro lado se presentan como nuevos espacios de oportunidad.

El que la plaza de la Marina no sea ese lugar de encuentro y relación entre los ciudadanos y las personas que visitan la ciudad plantea una cuestión que bien podría revisarse en la actualidad. Cuando la plaza fue diseñada y ordenada a finales de los 80 por el arquitecto Solà-Morales, no era más que un aparcamiento de enormes dimensiones en el mismo epicentro de la ciudad histórica. El aparcamiento se soterró y la plataforma que ese equipamiento liberó se ordenó mediante el tratamiento de pavimentos, mobiliario de muy cuidado diseño y elementos urbanos que dotaron a este espacio de una nueva jerarquía que la ciudadanía no aceptó plenamente. La plaza fue objeto de una segunda intervención que posibilitó paliar algunas de las deficiencias que el ciudadano demandaba; pero con el tiempo y, sobre todo habida cuenta de que los parámetros de partida eran completamente distintos a los actuales, la plaza ha quedado a día de hoy en un terreno indefinido, entre el ensanche y la fronda del parque, entre la amplitud del puerto abierto al público con sus usos públicos y la compacidad ancestral de la ciudad histórica.

Jerónimo  Junquera, arquitecto ganador del concurso convocado en 2002 para la reforma del muelle 2 del puerto planteó en su propuesta una solución que, si bien por diversas razones no ha sido ejecutada en la actualidad era uno de las apuestas más potentes del proyecto. La Calle Larios se prolongaba a través de la Marina para, superando el frente marítimo de la plaza con el desnivel existente para el acceso de vehículos plantear una plataforma elevada desde la que el peatón podría acceder al puerto sin obstáculos. El Palmeral de las Sorpresas nacía como una continuidad natural de la calle Larios atravesando la plaza y abrazando el Parque de Málaga. Aunque no definida en el proyecto, la propuesta extendia su radio de acción de esta manera fuera de los propios límites físicos de la intervención ofreciendo, aunque no rotundamente, una forma distinta de ver este espacio carente de identidad.

Los espacios públicos de las ciudades se nos ofrecen a veces demasiado ocupados de ‘objetos’. Al excesivo tráfico de la Alameda se suma la mencionada saturación de la plaza de la Constitución, de la calle Larios o de la plaza de la Merced que con los maceteros instalados para la delimitación de espacios de circulación (una solución a todas luces temporal) ha redefinido el espacio existente mostrando una plaza diferente, no mejor ni peor, distinta. Será quizás porque el espacio urbano está intimimamente ligado al uso comercial o al hostelero. La ciudad ‘olvida’ plazas en las que no existe al menos una mínima huella comercial. Así es fácil ver una desierta plaza del Pericón, de la Virgen de las Penas, de las Cofradías, del Rico o de Mena. Espacios urbanos a los que les cuesta ganarse el afecto de sus vecinos quizás porque carecen de ese matiz, fundamental por otro lado, que dota de carácter a las ciudades mediterráneas: el comercio. Porque por mucho que se justifique su desertización por la falta de vecinos, bien es cierto que por muy cercana que te quede una plaza si esta no es suficientemente atractiva no será objeto de un especial apego por parte de los que la habitan en sus cercanías.

No olvidemos que existen otros espacios urbanos que contienen en sí mismos los suficientes  valores para no requerir de ese apoyo comercial, plazas o calles en los que la calidad del patrimonio que los circunda les hace ser suficientemente carismáticos. Pero son los menos.

Carencia de sombra. O de luz, por qué no. De espacios de acción, de juegos infantiles, de reposo o de actividades al aire libre, de lugares que recuerden al urbanita una naturaleza a veces demasiado lejana, cercanos, agradables, llenos de vida. Lugares de intercambio, de relación, de comercio.

Lugares al fin y al cabo en que todo conviva con suficiente armonía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pasear sin rumbo te emplaza en ocasiones en lugares a los que no te habías planteado ir. Si no encuentras obstáculos en el camino y ocupas tu mente de otros pensamientos es difícil plantear un rumbo definido.

En las últimas semanas, leyendo en los titulares de los diarios el recurrente problema de la plena ocupación de la vía pública por las terrazas de bares y restaurantes no hallo distinción alguna con la posición que ocupa el peatón cuando muta en conductor de un vehículo motorizado: todos nos preguntamos por qué no se detiene ese vehículo al vernos a punto de cruzar un paso de cebra pero pocas veces nos hacemos esa misma pregunta cuando los que conducimos somos nosotros y el que espera cruzar es otro viandante. Cuando nos sentamos en una terraza no nos detenemos a preguntarnos si esa terraza ocupa más o menos acera o si resulta molesta para el vecindario, algo que cambia radicalmente si observamos esa misma terraza como inquilinos del edificio o vecinos del barrio.

En una historia en la que no existen ni mejores ni peores, la problemática de la ocupación del espacio público es algo que se dilata en el tiempo hasta orígenes difícilmente reconocibles. Muchas voces denuncian la sobrecarga funcional de la calle Larios durante todo el año, desde Navidad hasta Adviento: la principal vía de la ciudad no disfruta más de una quincena vacía, sin objetos ni mobiliario que la ocupen. A exposiciones temporales se suman alumbrados festivos, montajes escenográficos, alfombras, mobiliario temporal o estatuas humanas que día sí y día también colmatan por completo el vacío de la calle.

Cierto es que la recuperación de los muelles 1 y 2 del puerto de málaga ha venido no tanto a descongestionar estas vías como sí a polarizar los flujos existentes hasta ahora desplazando el centro de gravedad de la plaza de la Constitución (otro de los polos importantes) hacia otros escenarios que aún se antojan difícilmente definibles. Escenarios que por otro lado se presentan como nuevos espacios de oportunidad.

El que la plaza de la Marina no sea ese lugar de encuentro y relación entre los ciudadanos y las personas que visitan la ciudad plantea una cuestión que bien podría revisarse en la actualidad. Cuando la plaza fue diseñada y ordenada a finales de los 80 por el arquitecto Solà-Morales, no era más que un aparcamiento de enormes dimensiones en el mismo epicentro de la ciudad histórica. El aparcamiento se soterró y la plataforma que ese equipamiento liberó se ordenó mediante el tratamiento de pavimentos, mobiliario de muy cuidado diseño y elementos urbanos que dotaron a este espacio de una nueva jerarquía que la ciudadanía no aceptó plenamente. La plaza fue objeto de una segunda intervención que posibilitó paliar algunas de las deficiencias que el ciudadano demandaba; pero con el tiempo y, sobre todo habida cuenta de que los parámetros de partida eran completamente distintos a los actuales, la plaza ha quedado a día de hoy en un terreno indefinido, entre el ensanche y la fronda del parque, entre la amplitud del puerto abierto al público con sus usos públicos y la compacidad ancestral de la ciudad histórica.

Jerónimo  Junquera, arquitecto ganador del concurso convocado en 2002 para la reforma del muelle 2 del puerto planteó en su propuesta una solución que, si bien por diversas razones no ha sido ejecutada en la actualidad era uno de las apuestas más potentes del proyecto. La Calle Larios se prolongaba a través de la Marina para, superando el frente marítimo de la plaza con el desnivel existente para el acceso de vehículos plantear una plataforma elevada desde la que el peatón podría acceder al puerto sin obstáculos. El Palmeral de las Sorpresas nacía como una continuidad natural de la calle Larios atravesando la plaza y abrazando el Parque de Málaga. Aunque no definida en el proyecto, la propuesta extendia su radio de acción de esta manera fuera de los propios límites físicos de la intervención ofreciendo, aunque no rotundamente, una forma distinta de ver este espacio carente de identidad.

Los espacios públicos de las ciudades se nos ofrecen a veces demasiado ocupados de ‘objetos’. Al excesivo tráfico de la Alameda se suma la mencionada saturación de la plaza de la Constitución, de la calle Larios o de la plaza de la Merced que con los maceteros instalados para la delimitación de espacios de circulación (una solución a todas luces temporal) ha redefinido el espacio existente mostrando una plaza diferente, no mejor ni peor, distinta. Será quizás porque el espacio urbano está intimimamente ligado al uso comercial o al hostelero. La ciudad ‘olvida’ plazas en las que no existe al menos una mínima huella comercial. Así es fácil ver una desierta plaza del Pericón, de la Virgen de las Penas, de las Cofradías, del Rico o de Mena. Espacios urbanos a los que les cuesta ganarse el afecto de sus vecinos quizás porque carecen de ese matiz, fundamental por otro lado, que dota de carácter a las ciudades mediterráneas: el comercio. Porque por mucho que se justifique su desertización por la falta de vecinos, bien es cierto que por muy cercana que te quede una plaza si esta no es suficientemente atractiva no será objeto de un especial apego por parte de los que la habitan en sus cercanías.

No olvidemos que existen otros espacios urbanos que contienen en sí mismos los suficientes  valores para no requerir de ese apoyo comercial, plazas o calles en los que la calidad del patrimonio que los circunda les hace ser suficientemente carismáticos. Pero son los menos.

Carencia de sombra. O de luz, por qué no. De espacios de acción, de juegos infantiles, de reposo o de actividades al aire libre, de lugares que recuerden al urbanita una naturaleza a veces demasiado lejana, cercanos, agradables, llenos de vida. Lugares de intercambio, de relación, de comercio.

Lugares al fin y al cabo en que todo conviva con suficiente armonía.