Hace tiempo, encendí una tarde el televisor sin prestar demasiada atención a lo que retransmitían. Al levantar un momento la vista observé extrañado cómo estaban emitiendo una secuencia de imágenes de locales comerciales con sus persianas bajadas. Todos ellos tenían en común su aspecto decadente y familiar, cercano. Al instante, me vinieron a la mente recuerdos de mi infancia, de círculos rojos, panteras rosas o petazetas. De la pollería de la esquina o de los comestibles de Pepe. Las imágenes tenían algo de catódicas porque no conseguí despegarme de aquella pantalla hasta que acabó el documental. Y puedo decir que me quedé con ganas de más. Los Locales Comerciales con historias (en plural y mayúsculas) siguen ejerciendo sobre mí esa atracción ineludible de lo que, sin palabras ni publicidad añadida, transmite la vida que ha quedado plasmada en sus paredes, sus mostradores o sus letreros.

Claro que no todos ellos poseen ese particularidad, ni siquiera aquéllos que se cuentan como los más viejos. Hay algo en común a todos en ellos que les hace especiales. Si existe un universo paralelo, estará seguramente contenido en esos locales por la capacidad que tienen de hacer realidad tiempos pretéritos.

Dicen que el mayor placer del turista es el de comprobar in situ que la realidad supera lo que las imágenes reflejan en sus guías de viaje mientras que el del viajero, sorprenderse  paso a paso al descubrir lo que le ofrece la ciudad. Yo, disfruto mucho más al encontrarme de repente con esa tienda de comestibles antiquísima o aquella pastelería que puede casi degustarse.

Muchas ciudades llevan años reclamando el valor patrimonial de estos lugares.  Barcelona o Madrid, por ser quizás las dos capitales que mayor número de ellas conservan, procuran conservar con mayor o menor acierto esos testigos que si bien pueden no tener un gran valor artístico, sí que poseen en cambio, un alto valor patrimonial.

Cuando alguien visita el Pimpi en Málaga (www.bodegabarelpimpi.com), las bodegas Campos en Córdoba (www.bodegascampos.com) o la pastelería Manuel Aguilar de Montilla (www.pasteleriamanuelaguilar.com) por poner algunos ejemplos, siente que el disfrute comienza desde el mismo momento en que entra por la puerta.

Siempre comentamos con amigos lo incoherente que resulta abandonar estos lugares para volver a rehacerlos de nuevo, aunque intentar recuperar su valor añadido sólo sea capaz de proporcionárselo el tiempo y los miles de personas que los ocupen.

Puede entenderse que allá por las décadas de los 60, 70 y 80 del pasado siglo, el “cosmopolitismo” peor entendido arrasara con muchos de ellos. Lo preocupante es que hayan desaparecido locales que sí llegué a conocer porque hasta no hace mucho se mantuvieran abiertos.

Todavía nos quedan algunos, abiertos o cerrados. En las fotos que acompañan este artículo aparece una pequeña parte de aquéllos más cercanos: farmacias, tiendas de moda, cafeterías,… una breve muestra de esos lugares que también forman parte de nuestra historia personal.

Hace algo más de un mes asistimos a un curso interesantísimo del IAPH (www.juntadeandalucia.es/cultura/iaph) sobre Paisaje Cultural, un concepto nada nuevo pero que empieza a darse a conocer como un elemento más que añadir a la conservación de nuestros bienes materiales e inmateriales: la autoría del paisaje (y lo preciso en este caso al paisaje de una ciudad, al entorno urbano) pertenece a una colectividad a diferencia de la autoría individual de la obra construida.

¿qué puede pertenecer más a una comunidad que esa tienda que lleva cincuenta, ochenta, cien años abierta y a la que seguimos viendo ahí a lo largo del tiempo?

Ojalá seamos capaces de detenernos a prestarles la suficiente atención. Ojalá.

Hace tiempo, encendí una tarde el televisor sin prestar demasiada atención a lo que retransmitían. Al levantar un momento la vista observé extrañado cómo estaban emitiendo una secuencia de imágenes de locales comerciales con sus persianas bajadas. Todos ellos tenían en común su aspecto decadente y familiar, cercano. Al instante, me vinieron a la mente recuerdos de mi infancia, de círculos rojos, panteras rosas o petazetas. De la pollería de la esquina o de los comestibles de Pepe. Las imágenes tenían algo de catódicas porque no conseguí despegarme de aquella pantalla hasta que acabó el documental. Y puedo decir que me quedé con ganas de más. Los Locales Comerciales con historias (en plural y mayúsculas) siguen ejerciendo sobre mí esa atracción ineludible de lo que, sin palabras ni publicidad añadida, transmite la vida que ha quedado plasmada en sus paredes, sus mostradores o sus letreros.

Claro que no todos ellos poseen ese particularidad, ni siquiera aquéllos que se cuentan como los más viejos. Hay algo en común a todos en ellos que les hace especiales. Si existe un universo paralelo, estará seguramente contenido en esos locales por la capacidad que tienen de hacer realidad tiempos pretéritos.

Dicen que el mayor placer del turista es el de comprobar in situ que la realidad supera lo que las imágenes reflejan en sus guías de viaje mientras que el del viajero, sorprenderse  paso a paso al descubrir lo que le ofrece la ciudad. Yo, disfruto mucho más al encontrarme de repente con esa tienda de comestibles antiquísima o aquella pastelería que puede casi degustarse.

Muchas ciudades llevan años reclamando el valor patrimonial de estos lugares.  Barcelona o Madrid, por ser quizás las dos capitales que mayor número de ellas conservan, procuran conservar con mayor o menor acierto esos testigos que si bien pueden no tener un gran valor artístico, sí que poseen en cambio, un alto valor patrimonial.

Cuando alguien visita el Pimpi en Málaga (www.bodegabarelpimpi.com), las bodegas Campos en Córdoba (www.bodegascampos.com) o la pastelería Manuel Aguilar de Montilla (www.pasteleriamanuelaguilar.com) por poner algunos ejemplos, siente que el disfrute comienza desde el mismo momento en que entra por la puerta.

Siempre comentamos con amigos lo incoherente que resulta abandonar estos lugares para volver a rehacerlos de nuevo, aunque intentar recuperar su valor añadido sólo sea capaz de proporcionárselo el tiempo y los miles de personas que los ocupen.

Puede entenderse que allá por las décadas de los 60, 70 y 80 del pasado siglo, el “cosmopolitismo” peor entendido arrasara con muchos de ellos. Lo preocupante es que hayan desaparecido locales que sí llegué a conocer porque hasta no hace mucho se mantuvieran abiertos.

Todavía nos quedan algunos, abiertos o cerrados. En las fotos que acompañan este artículo aparece una pequeña parte de aquéllos más cercanos: farmacias, tiendas de moda, cafeterías,… una breve muestra de esos lugares que también forman parte de nuestra historia personal.

Hace algo más de un mes asistimos a un curso interesantísimo del IAPH (www.juntadeandalucia.es/cultura/iaph) sobre Paisaje Cultural, un concepto nada nuevo pero que empieza a darse a conocer como un elemento más que añadir a la conservación de nuestros bienes materiales e inmateriales: la autoría del paisaje (y lo preciso en este caso al paisaje de una ciudad, al entorno urbano) pertenece a una colectividad a diferencia de la autoría individual de la obra construida.

¿qué puede pertenecer más a una comunidad que esa tienda que lleva cincuenta, ochenta, cien años abierta y a la que seguimos viendo ahí a lo largo del tiempo?

Ojalá seamos capaces de detenernos a prestarles la suficiente atención. Ojalá.