Siempre me ha llamado la atención la imagen del árbol solitario. Como suena.  La del árbol en medio del páramo. La de aquél apartado en la plaza desangelada. La del que sobrevive tras la ruina del patio que le cobijaba o la de ese otro que, sin embargo, se yergue orgulloso en medio del parque, marcando territorio, casi como si no deseara que otra planta le hiciese sombra.

Será porque desde pequeño he tenido en los árboles de mi infancia una referencia a la que aferrarme. Recuerdos que se dilatan a lo largo de los años, cuando son ellos los que nos contemplan desde ahí, ensimismados en sus propios tempos y demostrándonos que somos nosotros los que cambiamos. Será porque los árboles de mis recuerdos ya eran adultos cuando les conocí y ahí siguen. Desde el almez viejísimo de la calle Santa María a los ficus enormes de la casita del jardinero, de Bellavista o del Muro de San Julián. Desde la preciosa jacaranda de villa Victoria a las esbeltísimas palmeras de la Aduana.   Otros alcanzan cualidades humanas cuando se les da nombre propio: el Barrilito del puerto siempre ha sido ese baco bajito y regordete que había pasado de sentarse sobre un barril de vino a comérselo literalmente.

No parece extraño pensar que, en la ciudad, el árbol y el individuo al que da sombra vayan siempre de la mano. Será por su capacidad de recordarnos que a pesar del abandono, del día que haga, de la inhabitabilidad del lugar o de su estado, contiene vida suficiente para transmitir  esperanza y, seguramente, para contar una historia: la de quién lo plantó, el cuándo o el porqué.

Hace varios años se convocó un concurso de arquitectura para saber qué se podía hacer con la plaza de San Pedro de Alcántara en Málaga para sacarla del olvido de su condición marginal. Una plaza limítrofe con una cobertura vegetal espléndida.

Tampoco había que pensar demasiado para dar con una primera solución, sencilla aunque costosa: rehabilitar sus fachadas si casi el 90% de los edificios que la rodeaban estaban en ruinas. Si bien la situación hoy ha variado sensiblemente, es necesario reconocer que por mal o bien que nos parezca, la plaza es otra desde que alguien consiguió abrir en uno de sus bajos una Trattoria con terraza que ha hecho que a la mal llamada plaza de la mierda venga gente a sentarse bajo sus ficus para contemplarla desde una perspectiva distinta.

Y eso tiene más mérito que cualquier intervención decorativa, de pavimento,  mobiliario o iluminación. Aunque ahora sea aún más evidente que habría que echarle un dinero también a esta otra parte del Centro.

Por lo pronto, le deseo larga vida a Il Laboratorio. Por muchos años.

Siempre me ha llamado la atención la imagen del árbol solitario. Como suena.  La del árbol en medio del páramo. La de aquél apartado en la plaza desangelada. La del que sobrevive tras la ruina del patio que le cobijaba o la de ese otro que, sin embargo, se yergue orgulloso en medio del parque, marcando territorio, casi como si no deseara que otra planta le hiciese sombra.

Será porque desde pequeño he tenido en los árboles de mi infancia una referencia a la que aferrarme. Recuerdos que se dilatan a lo largo de los años, cuando son ellos los que nos contemplan desde ahí, ensimismados en sus propios tempos y demostrándonos que somos nosotros los que cambiamos. Será porque los árboles de mis recuerdos ya eran adultos cuando les conocí y ahí siguen. Desde el almez viejísimo de la calle Santa María a los ficus enormes de la casita del jardinero, de Bellavista o del Muro de San Julián. Desde la preciosa jacaranda de villa Victoria a las esbeltísimas palmeras de la Aduana.   Otros alcanzan cualidades humanas cuando se les da nombre propio: el Barrilito del puerto siempre ha sido ese baco bajito y regordete que había pasado de sentarse sobre un barril de vino a comérselo literalmente.

No parece extraño pensar que, en la ciudad, el árbol y el individuo al que da sombra vayan siempre de la mano. Será por su capacidad de recordarnos que a pesar del abandono, del día que haga, de la inhabitabilidad del lugar o de su estado, contiene vida suficiente para transmitir  esperanza y, seguramente, para contar una historia: la de quién lo plantó, el cuándo o el porqué.

Hace varios años se convocó un concurso de arquitectura para saber qué se podía hacer con la plaza de San Pedro de Alcántara en Málaga para sacarla del olvido de su condición marginal. Una plaza limítrofe con una cobertura vegetal espléndida.

Tampoco había que pensar demasiado para dar con una primera solución, sencilla aunque costosa: rehabilitar sus fachadas si casi el 90% de los edificios que la rodeaban estaban en ruinas. Si bien la situación hoy ha variado sensiblemente, es necesario reconocer que por mal o bien que nos parezca, la plaza es otra desde que alguien consiguió abrir en uno de sus bajos una Trattoria con terraza que ha hecho que a la mal llamada plaza de la mierda venga gente a sentarse bajo sus ficus para contemplarla desde una perspectiva distinta.

Y eso tiene más mérito que cualquier intervención decorativa, de pavimento,  mobiliario o iluminación. Aunque ahora sea aún más evidente que habría que echarle un dinero también a esta otra parte del Centro.

Por lo pronto, le deseo larga vida a Il Laboratorio. Por muchos años.